Si uno conversa con dirigentes kirchneristas bienintencionados y les comenta que su gobierno, lamentablemente, ya no tiene posibilidades de llevar adelante el proyecto nacional que pregonó en su momento, habida cuenta del nivel de rechazo que aquilata en la sociedad -incluyendo los sectores populares- lo que lo inhibe de profundizar cambios, recibe en líneas generales dos respuestas. Una, tal vez la más extendida, es negar la realidad, algo así como hace el Indec con la inflación; todo va bien, con los conflictos normales de un gobierno que sigue avanzando. Con esa postura se hace difícil discutir, no hay peor sordo que el que no quiere oír. La otra, es aceptar que pasan por un mal momento, por lo general interpretado como transitorio, y adjudicarle la culpa a la permanente ofensiva de la derecha sobre el gobierno por las “cosas buenas” que este ha hecho y hace. Enumeran entonces una larga lista de medidas favorables a la nación y a su pueblo. Descreen que el kirchnerismo haya cometido errores, significativos al menos, ni que su proyecto haya tenido limitaciones políticas e ideológicas que lo hayan puesto en la actual situación. Todo es fruto del poder de fuego que tiene la reacción. Con estas posiciones, aunque profundamente erróneas, es posible al menos debatir. Eso haremos en estas líneas.
Por lo pronto digamos que, si uno creyera que es en definitiva el poder de la derecha tan fuerte y avasallante que arrincona inevitablemente a cualquier gobierno, aunque no se equivoque este en cosas de fondo, estaría al mismo tiempo diciendo que no hay salida popular, de progreso para nuestras naciones, puesto que siempre sería derrotada por el poder del enemigo. No compartimos esa visión, aunque sabemos, como no, que enfrentamos fuerzas reaccionarias de adentro y afuera sumamente peligrosas y experimentadas. Pero si les diéramos el carácter de invencibles, derrotismo mediante, estaríamos jodidos de antemano. ¿Qué hubiera hecho, por citar solo el ejemplo más destacado, la revolución cubana a solo 60 millas de los EEUU?
A eso debemos sumarle que Néstor Kirchner llegó al gobierno probablemente en el mejor momento que le pudo haber tocado a un gobernante argentino, que pretendiera cambiar el país en un sentido de progreso. Una situación económica internacional muy favorable por varios años; con un imperio que iba camino a empantanarse en Irak y a ser repudiado en todo el orbe, lo que le quitaba fuerza política -y económica- para intervenir en Latinoamérica. Sumado a una derecha local que había sufrido una enorme derrota con el derrumbe del neoliberalismo y sus sostenedores el 19 y 20 de diciembre del 2001, puesta bien a la defensiva en todos los terrenos; y un pueblo movilizado, muy crítico de la dirigencia política tradicional.
Así comenzó el ex presidente su gobierno. También, es cierto, con una economía que recién estaba saliendo de la crisis a que la habían conducido los gobiernos neoliberales, pero con una sociedad que, tal como se demostró, estaba dispuesta a tener paciencia en los tiempos de la recuperación en tanto y en cuanto esta se verificara. Con solo el 22% de los votos, pero sin nadie que le hiciera sombra.
Hizo Kirchner muchas cosas buenas efectivamente, en el terreno de los DDHH, en lo social, en su política internacional, incluso en lo económico. Cosas que sin lugar a dudas encresparon a la derecha local que le juró enemistad eterna, y que actuó en consecuencia hasta donde le era posible (recordemos que aún en las presidenciales del 2007 no le pudo presentar una oposición sería). Y sin embardo el desgaste se fue produciendo inexorable, con un salto en calidad en la derrota con el campo. ¿Y porque sucedió eso, por el vigor de la oposición de la derecha? Discrepamos con esta visión, el estancamiento y posterior retroceso del gobierno kirchnerista, en lo que a su capacidad de transformación del país se refiere, estuvo sustentado en lo fundamental en sus propias limitaciones políticas e ideológicas, y en sus errores motivados por lo general en aquellas. Veamos lo principal.
El proyecto de Kirchner contemplaba -erróneamente- como clase más dinámica a la burguesía nacional, un segmento de la cual ya estaba constituida y otra habría que gestarla. A partir de esta visión, una parte importante del excedente de capital fue utilizado para la acumulación de esta clase, como así también para el de las empresas transnacionales que supuestamente lo invertirían en el país, sin producir una profunda redistribución de la riqueza hacia las mayorías menos pudientes (como hizo por ejemplo Perón hacia los trabajadores, en su primer gobierno). Esto no le granjeó demasiada adhesión de dicha burguesía que siempre lo vio como ajeno, tampoco mucha respuesta económica de la misma que en cuanto pudo, en lugar de invertir empezó a aumentar los precios; y paralelamente tampoco le trajo el entusiasta apoyo de los sectores populares que debían darle sustento, apenas simpatías en los primeros años y poco más. El proyecto nacional producto de esa estrategia, nunca fue fuerte donde debía serlo.
En segundo lugar, y acorde con esto que decimos más arriba, lejos estuvo del ideario kirchnerista la organización, participación y movilización popular. A lo sumo en los primeros tiempos reconoció que una dinámica fuerte en esa dirección se había gestado en los últimos años de los noventa y los primeros de este siglo, lo que lo llevó a convocar a las organizaciones sociales que habían surgido de esas luchas. Pero distante de sus objetivos consolidar estas fuerzas y la participación del pueblo en el gobierno y en la calle. Más bien su preocupación pasó por cómo desactivarlas en el tiempo para tener las manos más libres. Bien lo graficó con su habitual estilo Aníbal Fernández recientemente: “Este Gobierno al principio recurrió a todas las organizaciones no gubernamentales para hacer llegar la ayuda social, pero ahora el Estado ya se preparó para resolver los temas y lo hace en forma directa sin intermediarios". A confesión de partes relevo de pruebas.
En tercer lugar no quiso construir el kirchnerismo nueva fuerza política que apoyara, sustentara y defendiera consecuentemente el proyecto nacional. Conciente del desprestigio que tenían los partidos nacionales, lanzo la idea de renovar la política gestando “transversalmente” una nueva representación. Aunque nunca dio pasos serios en esa dirección, mantuvo presente la idea hasta las elecciones del 2005 en que enfrentó y derrotó a Duhalde y el PJ. Pero a partir de ese momento, cuando mejores eran las condiciones, fue planchando el plan. En realidad siempre tuvo Kirchner el concepto de que se podía llevar adelante un proyecto superador del neoliberalismo sin la necesidad de una potente fuerza política que lo sostuviera, que con una buena gestión alcanzaba y tendría menos problemas. La construcción de un partido como la Unión Cívica Radical de Alem e Yrigoyen, o de un nuevo Movimiento como el Justicialista que creo Juan Perón en los cuarenta, nunca estuvo seriamente entre sus planes. Cuando las elecciones presidenciales del 2007 -a pesar del holgado triunfo- revelaron que hacía agua esa estrategia, decidió por lo más conservador en términos de construcción política: se volvió al PJ, con las falsas argumentaciones de que lo “controlaría” y “renovaría”.
Finalmente, como otro elemento destacado que ha contribuido a su fracaso, el kirchnerismo interpretó, en particular a partir del 2007 cuando ya se sintió fuerte, que la calidad institucional y la honestidad política y de vida de los gobernantes eran cuestiones para la galería, manipulables y que se podían vulnerar sin problemas. Tal vez su experiencia en Santa Cruz les indicaba esto. Craso error. Así empezó la cuestión con el apoyo para su reelección a un impresentable gobernador como Rovira, y de allí ya no se detuvo. Pasando por personajes como Jaime y Uberti, por comprarlo a Borocotó, hacer alianzas con Rico o Barrionuevo si supuestamente sumaban votos, hasta lo de las candidaturas testimoniales, por mencionar solo algunas de una larguísima lista de hechos. Esto, en un país como el nuestro que venía de pasar por el menemismo y la corrupción del gobierno delaruísta, y donde hay una fuerte y extendida clase media con opinión muy adversa a la arbitrariedad y la corrupción, no solo no tiene justificación ética y moral, sino que constituye un gravísimo error político. Como dijo Pino Solanas hace poco “robar no es progresista”. Decir una cosa y hacer todo lo contrario tampoco.